jueves, 19 de febrero de 2015

"LA VIDA QUE NOS MATA": UN DETECTIVE PLUMÍFERO Y SENTIMENTAL



La vida que nos mata
Xabier López López
Traducción de Isabel Lacruz y Xabier López López
Editorial  Funambulista, Madrid, 2014, 331 páginas

   La madrileña Editorial Funambulista celebró el pasado año su décimo aniversario con la traducción y publicación de A vida que nos mata (2003), una de las piezas ficcionales que consagraron definitivamente a su autor Xabier López López (Bergondo, A Coruña, 1974). En su versión original gallega la novela fue ganadora de varios premios, entre ellos el de la Crítica Española. Desde su publicación la carrera literaria de Xabier López López no ha hecho más que crecer y está considerado en la actualidad como uno de los narradores referenciales de la literatura gallega.
   En una taxonomía canónica, La vida que nos mata es preciso encuadrarla dentro de la novela policial o subgénero detectivesco, porque la novela se arropa con todos los ingredientes del género negro. En la misma se cumple el esquema detectivesco orden-desorden-orden restaurado -aunque la sorpresa  que el autor nos regala en el desenlace, no deja de ser mayúscula-; gradual crecimiento de la intriga y del interés a medida que avanza la acción; un relato así mismo en primera persona siguiendo el ejemplo de los maestros del género, puesto que las cosas dan la impresión de ser mas verdaderas cuando nos son ofrecidas en las palabras de su directos protagonistas. Sin embargo, la novela de Xabier López López no se cimienta en ningún sostén ideológico, ni en la glorificación de la omnisciencia de los personajes e instituciones encargados de velar por la conservación del orden en la vida burguesa, sino  en el empeño obstinado, y sin duda sentimental, de un periodista, Sebastián Faraldo, un adolescente de cincuenta años y cien kilos, convertido por esta pieza ficcional en uno de los detectives más famosos y peculiares de la narrativa gallega.
   El caso que le corresponde resolver al plumífero Sebastián Faraldo, es un doble asesinato, cometido en los días de la República en el Gran Hotel Mondariz-Balneario (Pontevedra). En efecto, el periodista Faraldo recibe el encargo del periódico en el que trabaja, El Matutino, de cubrir una boda que se va  a celebrar en el Gran Hotel de Mondariz. Pero las nupcias no llegan a celebrarse porque súbitamente se produce el doble asesinato de la novia y de su prometido. La guardia civil detiene como sospechoso al fotógrafo que acompaña a Sebastián Faraldo y, acto seguido, el juez le imputa el crimen, basándose en indicios circunstanciales y en su militancia política anarquista. Es entonces cuando Sebastián Faraldo, un verdadero sentimental pero tan loco y testarudo como el capitán Ahab de Moby Dick, personaje con el que se identifica, decide intervenir, penetrar los secretos del crimen, coger la pista del mismo e ir tirando de los hilos que halle. El ovillo eran sin duda los novios, y los hilos, sus respectivas familias. La meta que persigue: demostrar la inocencia de su compañero.
   El relato entra, a partir de la decisión de Faraldo, en una verdadera itinerancia que llevará neófito detective primero a Madrid, introduciéndolo en los bajos fondos y en su bohemia literaria; más tarde al corazón de la industria siderúrgica de Euskadi, para retornar de nuevo a Galicia e investigar en las estructuras ocultas de los conserveros de las Rías Baixas. Será entonces cuando aparezca, como pista de la investigación, una historia turbia de empresarios que no aceptan el nuevo orden democrático, que emplean tapaderas, hombres de paja, matones sin escrúpulos que trafican con objetos que nada tienen que ver con sus pretendidas actividades fabriles, e intentan financiar un partido político de corte fascista para controlar a los obreros de sus industrias.
  
Gran Hotel Mondariz-Balneario
Finalmente, una concatenación de casualidades, unida a una suerte de proceso selectivo, dirige la investigación de Sebastián Faraldo hacia los culpables. Y cuando todo semeja claro y resuelto, un inesperado giro de ciento ochenta grados, con el que nos sorprende el autor, tensa la cuerda del suspense y le hace justicia al título de la novela.
   Pero La vida que nos mata no solamente destaca por el tirón creciente de la acción detectivesca, sino también por la maestría con la que el autor describe ambientes, climas humanos y costumbres -sin que por ello pueda considerarse esta una novela costumbrista- que actúan como perfecta ambientación de la acción novelesca. Enfatizo de una forma especial la primorosa recreación de la atmósfera de los cafés literarios y de ciertos tugurios de Madrid, y el aire nostálgicamente decadente de Mondariz, una villa fantasma, un cadáver nostálgico en su enfermedad terminal. Por eso mismo La vida que nos mata no solamente es una excelente pieza detectivesca que tira de la atención lectora, sino también un fotograma melancólico de toda una época.

Francisco Martínez Bouzas

                                                     
Xabier López López
Fragmentos

“Me despertó, con gran sobresalto para mi ánimo, un jaleo harto alarmante para la despreocupada vida en la que se arreboza un balneario. No digo que en otro sitio -y pongamos por caso mi plaza- aquel pandemonio de gritos, voces, motores y botas claveteadas fuese cosa de todos los días, que no lo era, pero en un balneario, diablos, en un lugar en el que el alboroto y el silencio están medidos por una suerte de regla monástica, aquel repentino mandoble matinal se nos antojaba tan desagradable como un solo violín ejecutado con una sierra.
Me acerqué aprisa: varios coches negros, gente que formaba corros y una pareja de la Guardia Civil, con sus funestos fusiles y capotes, que pesquisaba en los jardines. No tuve que esperar a espabilarme por completo para saber que algo terrible había sucedido.”

…..

“Llamar cripta al Pombo, como había hecho alguna vez Ramón Gómez de la Serna, era gastarle una broma bien humorada, hacerle una gracia literaria al local que desde siempre había acogido sus tertulias. Con el Bombay no había tropos ni disfraces de ningún tipo: aquella gruta oscura comida por la humedad, aquel tugurio codicioso de espacios, era un enterramiento en vida de docena y media de catalépticos que ya no tienen fuerzas para arañar la tapa del ataúd y se comportan con la resignación de que cada trago espasmódico de oxígeno puede ser el postrero.
Humo. Humo como en el corazón de un gran incendio. Serrín en el suelo y el estrépito continuo de vasos y botellas que se estrellan. En un salón, los fragmentos de varios ripios exaltados que, juntos, conforman un ripio más grande, tal vez ya el RIPIO, en letras mayúsculas. En otro -la neblina del humo con una coloración distinta-, un pianista de música moderna que echa el cuerpo hacia atrás y más atrás, alejándose de las teclas, tocando ya a duras penas con las uñas, como si anhelara que no lo relacionasen con aquel asesinato musical en el que el alcohol era cómplice necesario. Sin que el Bombay fuese un burdel, que en puridad no lo era, a mí me olió a burdel. Tetuán, Pontevedra o Madrid, los burdeles huelen siempre igual: a una mixtura de perfume barato, anís y fiebre, ceniceros metálicos que conservan rescoldos y nicotinas viejas y aquel otro punto dulzón y agrio, aturdidor después en las propias uñas, puede que fragancia de mucosas, puede que olor a culo, a intersticios de nalgas sudadas.”

(Xabier López López, La vida que nos mata, páginas 90, 188-189)

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