viernes, 13 de junio de 2014

"LAS INVIERNAS", BELLEZA Y FIEREZA DE LA GALICIA PROFUNDA



Las Inviernas

Cristina Sánchez-Andrade

Editorial Anagrama, Barcelona 2014, 244 páginas



   Galicia es una tierra pródiga en historias contadas a la luz del candil. Una expresión que incluso surte de título a uno de los libros de un escritor emblemático de esta Galicia profunda, rural y llena de misterios, de mundos mágicos: Á lus do candil de Anxel Fole. Cuentos contados al calor del fuego de la lareira, transmitidos a través de la oralidad, que amalgaman elementos extranaturales, fantásticos u oníricos, retrato de una Galicia ultrarrealista  en la que rige una lógica no real, una dialógica alejada de los axiomas de la lógica clásica. Nuestros ancestros, cazadores y recolectores, usaron en sus estrategias de conocimiento y acción un pensamiento empírico, racional y lógico. Y no obstante, acompañaban todos sus actos técnicos de ritos, creencias, mitos, leyendas, magias que no se pueden reducir al pensamiento infantil, sino que, como decía Cassirer con referencia al mito, le corresponden su propio modo y su propia esfera de verdad. La Galicia inmaterial, tan bien descrita, por ejemplo por la insondable capacidad fabuladora  de Álvaro Cunqueiro.

   En ese mismo manantial de riqueza imaginativa, trasmitida sobre todo a través de la oralidad, bebe Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968). Y lo asimilado lo plasma en Las Inviernas suturando realidad y ficción, las historias escuchadas en el propio hogar familiar a las que hace revivir en una novela plagada de tramas, leyendas y personajes a la vez perversos, inocentes, pero sobre todo entrañables, que parecen emerger de las horas más lejanas del tiempo.

   La narración de Cristina Sánchez-Andrade nos sitúa, como telón de fondo, en esta Galicia de los años 50, en la que es la vida, y no las personas, la que impone sus leyes. A un pueblo perdido, Tierra de Chá (no confundir con Terra Chá) de esta Galicia profunda en la que el tiempo parece haberse detenido, llegan las Inviernas, dos hermanas, Saladina y Dolores, superado el exilio en Inglaterra a donde habían sido llevadas siendo niñas para huir de la represión de la Guerra Civil. Su casa sigue igual, tal como la habían dejado treinta años antes, pero en la aldea tendrán que convivir con un mundo que fusiona la magia con lo tenebroso. Un misterio relacionado con su abuelo, don Reinaldo, médico bolchevique amigo de poetas, cuyo fin postrero  se mantiene entreverado a lo largo del relato y otros recuerdos que alargan sus raíces hasta la contienda bélica, acompañan sus sueños de ser actrices. También las hermanas llegan lastradas por sus propios e inconfesables secretos, relacionados sobre todo con el pescador de pulpos, marido efímero de una de las Inviernas.

   Todo da un giro novedoso cuando un día las Inviernas escuchan la noticia de que Ava Gardner vendrá a España, a Tossa de Mar, a filmar una película y para la que  se buscan dobles. Las hermanas están convencidas de que ha llegado la ansiada oportunidad de convertirse en estrellas. Y así, en un ambiente que huele a atemporalidad, en el que las casas no tienen electricidad, se hacía pan de centeno en el horno comunal, los dormitorios de las personas están situados sobre los establos de los animales que actúan de calefacción, y en el que se entrecruzan los espectros, las videntes bajan de la montaña y son capaces de poner parches al avance del cáncer y hasta las gallinas enloquecen, avanza el relato de Cristina Sánchez-Andrade, tejido especialmente alrededor de las hermanas, que son distintas del resto de sus convecinos y esto no deja de implicar riesgos.

   Novela pues en la que la autora profundiza en el tema de la identidad de las hermanas, incrustadas en un coro de personajes variopintos y extremados en sus hábitos y quehaceres que hacen las delicias de los lectores. Entre otros, Ramonciño, mamón de verdad que con siete años sigue mamando de su madre que a su vez se había criado mamando de una cabra; tío Rosendo, “maestro de ferrado”, figura existente en la Galicia de los años 40 y 50, que se llamaban así porque no tenían título y cobraban a los vecinos en ferrados de centeno o maíz; el señor Tiernoamor que une los conocimientos de mecánica de su padre con su interés por las bocas ajenas y arranca los dientes de los muertos para pegarlos con cemento en las encías de los vivos; la viuda de Meis, casada con el tío Rosendo, pero que en el fondo sigue ejerciendo de viuda; el cura don Manuel que ejerce de glotón, huele a cura, un olor  a beata y a coliflor cocida y es altavoz de los secretos de confesión de sus feligreses; Violeta da Cuqueira, bruja echadora de cartas que pronostica muertes y calamidades; la vieja de Boedo, una anciana que nunca acaba de morir. Un verdadero retablo de actantes, principales o secundarios, que se mueven entre lo grotesco, lo amable y lo maravilloso, digno de figurar en la mejor selección de figuras propias del realismo mágico.

   Un genuino Macondo gallego, descrito por la autora con una gran vena humorística y satírica y en una lengua que no solo rinde homenaje a Galicia reproduciendo léxico gallego (carreiro, palleira, fiadeiro, rueiro, esfolladas…) así como giros lingüísticos característicos del idioma propio de esta tierra, sino también bebiendo de su rica tradición oral, tan inverosímil como maravillosa.



Francisco Martínez Bouzas



 

Cristina Sánchez-Andrade

Fragmentos



“En el sobrado lloraban los niños y había capones muertos, paraguas con las varillas rotas, telarañas y murciélagos.

Eso lo recordaban muy bien.

Eso y que las bestias y las personas convivían allí dentro, en la casa. Un amable contubernio, un efluvio enloquecedor y violento cuyo objetivo final era que estuviera más caliente. El establo estaba muy próximo a la cocina, justo debajo de las habitaciones.

Cuando caía la noche, los mugidos y los hombres subían por la escalera.

Alumbrada por la claridad del fuego que lucía en el hogar, la cocina de aquella casa había sido siempre el lugar de reunión de las gentes de Tierra de Chá.

Mientras se deshojaba el maíz, se asaban las castañas o se calcetaban jerséis, se contaban historias insólitas: una loba que entraba en la aldea para llevarse a los recién nacidos; una serpiente que mamaba dulcemente de las ubres de una vaca, o fabulosas historias de burras cargadas de alforjas repletas de monedas de oro…(¿te acuerdas?, ¡bien me acuerdo, mujer!.”



…..



“Como era de esperar, al velatorio no faltó nadie. Después de comprobar que la vieja había muerto (todavía había gente que no podía creérselo) y de rendirle planto, se lanzaron al tocino, mollete y salchichón, servido con vino del país en la estancia contigua, y se pusieron a contar historias de tesoros escondidos y de gentes que regresaban de países lejanos convertidos en gallinas.

Tampoco faltaron las Inviernas. Cuando ya era hora de marchar, Dolores quiso despedirse por última vez de la vieja.

Entró silenciosamente en la estancia y para su sorpresa comprobó que la mujer no estaba sola. Alí estaba el señor Tiernoamor, inclinado sobre ella. Pareceía que le susurraba algo, que le componía el cuello de la camisa o que le colocaba delicadamente un collar. Se acercó un poco más por detrás. No, no hablaba. ¿Qué tenía el señor Tiernoamor en las manos? Unas tenazas. Todo transcurrió como en un sueño.

Dolores vio cómo el mecánico desista le arrancaba con saña los tres o cuatro dientes que le quedaban a la pobre vieja.

Salió corriendo de allí.”



…..



“Hasta que rompió a llorar.

Lloró por la vaca, pero sobre todo lloró por todo lo que desde ese momento comenzó a añorar. Lloró por Saladina haciendo mermelada de higos en la cocina. Lloró por el sonido que hacía al chanquear los dientes por las mañanas, por el olor de la orina caliente. Lloró por el olor salvaje de su pubis. Lloró por los sándwiches de plátano machacado que comían en Inglaterra y por la peste a palomita rancia de las salas de cine. Lloró por las gallinas dormidas y por el sonido del cencerro al subir al monte. Lloró por el resplandor amarillo de la chorima. Lloró por la película que ya nunca protagonizaría, por el sonido del coche rojo del señor Tiernoamor, alejándose por el carreiro. Lloró por Tierra de Cha.

Lloró la vida

Lloró por ella.”



(Cristina Sánchez-Andrade, Las Inviernas, páginas 14, 153, 231)

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