jueves, 8 de mayo de 2014

LA EFICACIA DEL MURMULLO: UNA ESPECULACIÓN SOBRE EL AMOR EN EL TIEMPO



La voz cantante
Eloy Tizón
Editorial Anagrama, Barcelona, 188 páginas
(LIBROS DE FONDO)

   Las piezas narrativas de Eloy Tizón acostumbran ser verdaderos recorridos por nuestro paisaje interior, por los recovecos y esquinas de luces y sombras del ser humano. Así aconteció con  Seda salvaje (1995) y sobre todo con Labia (2001), una de las mejores piezas narrativas de aquel año. Eloy Tizón (Madrid, 1964) es no solamente un autor prometedor, sino una verdadera y exquisita realidad en el panorama de la narrativa española. Y no solamente por la fuerza argumental de sus piezas literarias. La marca de la casa de Eloy Tizón es sobre todo el uso que hace del lenguaje. Un uso preciso, cuidadoso, enriquecedor, repleto de matices, lirismo, lujosas y precisas digresiones. Razones, todas ellas, que hacen que Eloy Tizón sea considerado como uno de los grandes narradores de la literatura en español,  a pesar de la parquedad de su obra, porque después de La voz cantante (2004), solamente ha dado a la imprenta otros dos libros: Parpadeos (2006) y Técnicas de iluminación (2013). Sin embargo una revista como “La Clave” lo eligió en 2004 como uno de los narradores más prometedores de nuestra cultura y el suplemento “El Cultural”, como uno de los diez mejores escritores españoles menores de 40 años. Ha sido calificado además por algún crítico como “el más original, personal y sorprendente de los narradores hispanos” (Rafael Conte). Él sin embargo manifiesta que siempre ha sentido la misma responsabilidad hacia la palabra escrita que cuando empezó.
   La fuerza narrativa de este estilista alcanza momentos inolvidables también en la novela que hoy comento en esta sección de “Libros de fondo”, La voz cantante (Anagrama 2004), una especulación sobre el amor y el tiempo centrada en el viaje existencial de un viejo profesor, en compañía del mal cotidiano, disfrazado de Demonio, de Belcebú, de Ángel Caído. El periplo vital de un profesor,  a punto de jubilarse, que mantuvo durante toda su vida una relación muy cercana con el demonio, con el mal que todos llevamos dentro. En la parte central de la narración germina la historia de Mónica Friser. Y lo hace como una luz en medio de ese espacio generado por el baile del viejo profesor con el diablo. Es la historia más importante y decisiva para el narrador protagonista, la que más influye en su vida, pero extrañamente la que aparece contada de forma más sutil.
   Es el mal que todos incubamos en nuestro interior la base simbólica de la que se sirve Eloy Tizón para modular un relato que, en el fondo, quiere ser una especulación sobre el amor y el tiempo. Sobre el amor en el tiempo. Especulación capaz de resumir la entera biografía de cualquier ser humano y que se condensa en unas pocas miradas. “Pienso que la biografía entera de cualquier ser humano puede resumirse en la narración de una cuantas miradas”, se dice en la novela.
   El perdurar del sentimiento amoroso por encima del tiempo no es, y es preciso reconocerlo, un asunto original. Mas la verdadera singularidad de esta novela no se halla en la trama novelesca, sino en su eje temático, en la idea de que la consistencia de una vida no viene definida por las casualidades extrínsecas, y mucho menos aún, por las casualidades azorosas. Pieza, por otro lado, sometida al imperio de los sueños con un desenlace bastante previsible e incluso armonioso y que casi viene exigido por las páginas iniciales.
   Pero singular sobre todo en la forma de narrar: un discurso fronterizo entre la contención y el misterio. Lo que el escritor define como la eficacia del murmullo: el acomodamiento del discurso narrativo a las diversas etapas de la existencia narrada. Por eso mismo en La voz cantante el lector se encuentra con dos estilos de escritura que corresponden a dos formas de vida: la efervescente  de la juventud y la gris y rutinaria de una madurez próxima a la jubilación. Y todo ello punteado por los pasos de la danza, con el demonio disfrazado tras mil máscaras, en la pluma de una gran estilista.

Francisco Martínez Bouzas


Eloy Tizón

Fragmentos

“También hay quienes piensan que no existe el diablo. Que no es más que una leyenda romántica surgida de mentes calenturientas en noches invernales. Allá ellos. O es que esas personas están ciegas, o no saben de qué hablan, o son muy desdichadas y no creen en la bondad humana, o es que lo han olvidado. El diablo existe. Se llama Lucifer y muchos otros nombres. Es hombre y mujer. Cambia de forma. Su aspecto es camaleónico. Vive muy cerca, aquí mismo, a la vuelta de la esquina. Viaja en metro. Actúa siempre solo. Tiene un tic nervioso en el labio superior. Lo sé porque lo he visto.
Y no una sola vez, sino varias.
He visto al diablo. Le he oído respirar. Ha estado sentado frente a mí bastante rato, mientras atravesábamos juntos túneles y estaciones entre gemidos de tuercas. He olido su respiración diabólica, el hálito de sus pulmones mezclado entre los demás pasajeros del metro. Hemos ido respirando, el diablo y yo, el mismo aire viciado de los transportes públicos. Compartiendo el mismo oxígeno.”

…..

“Por qué esa obsesión por Mónica Friser?, me preguntaba yo. ¿Que tiene ella que no tengan las demás mujeres? ¿Y hasta cuando va a durarme esta manía? Para estas preguntas yo no tenía una respuesta clara. Me sentía confuso y como culpable, no sabía de qué. Igual que si estuviese haciendo algo malo. Robando el cepillo de la iglesia, por ejemplo, o estafando el dinero de un pobre. Pero yo no estaba haciendo nada malo. No había robado el cepillo de ninguna iglesia ni estafado a ningún pobre. Sin embargo, pese a estar convencido de lo contrario, no podía evitar percibir en mí cierto sentimiento de culpabilidad difuso, que unos días aumentaba y otros disminuía. De todo ello no entendía una palabra. Cada semana que pasaba entendía menos cosas, y las pocas que entendía, las entendía peor que antes. O las entendía al revés. ¿Qué me estaba sucediendo?
Sólo sabía que la imagen perturbadora de Mónica Friser se me había metido en la sangre, muy adentro, de una vez por todas, de tal modo que ya no me era posible escapar de aquella imagen ni aprender a vivir en paz. Ni descansar en condiciones. Ni respirar libremente.”

(Eloy Tizón, La voz cantante, páginas 11, 83)

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