lunes, 23 de diciembre de 2013

HACER EL AMOR COMO ASIDERO EN LOS CONFINES DEL FINAL



Hacer el amor
Jean-Philippe Toussaint
Traducción de David Martín Copé
Editorial Siberia, Barcelona, 2013, 120 páginas.


   Hacer el amor es la primera parte de la trilogía -parece ser que habrá más entregas- sobre la ruptura amorosa, escrita por el novelista y cineasta Jean-Philippe Toussaint, nacido en Bruselas en 1957, aunque arraigado en Francia por sus estudios y por haber asimilado la cultura francesa. Sin embargo, ha sido la última en ser traducida al español, pese a que su edición original data del año 2002. La versión española es muy reciente y nos llega de la mano de Editorial Siberia. Con anterioridad se habían incorporado al español el segundo volumen, Fuir (2005, en gallego desde el 2007), así como el tercero, La vérité sur Marie (2009).
   Con la trilogía hasta ahora publicada Jean-Philippe Toussaint, uno de los grandes escritores actuales en francés, legatario literario del Nouveau Roman y que escribe en la tradición francesa, tras la senda de Flaubert y en una línea semejante a Jean Echenoz, ofrece  a los lectores la posibilidad  de bucear en la más dilatada ruptura amorosa de una pareja, convertida en ficción. En un pieza literaria articulada con  paños minimalistas, pero poseedora, no obstante, de un profundo calado literario.
   Hacer el amor es la melancólica crónica de la ruina sentimental de una pareja: la que forman el narrador y su novia Marie. En un especial y casi ilusorio escenario: la ciudad de Tokio que con sus luces de neón desgarrando la noche, con la nieve que blanquea sus calles, con sus olores y sabores, no solo es el fondo escénico de la historia, sino que participa en la dilatada apuesta  de sensaciones en las que se anegan los protagonistas para dilatar su ruptura, el distanciamiento que sigue a una relación.
   El innominado narrador y su pareja Marie, estilista y artista plástica que había creado en la capital nipona su propia marca, viajan a Tokio, viaje que Marie realiza dispuesta a quemar las últimas reservas amorosas de su relación, reservas ya agotadas y cuya imagen más emblemática la constituye el recorrido desde el aeropuerto de Narita al hotel, viajando por separado en dos taxis. Pero no será la única que se reitere en una noche de agotamiento e insomnio y en su amanecer recorriendo alucinados las calles de la ciudad: miradas fulminantes, incidentes aparentemente banales que cada uno macera en su fuero interno, son vestigios elocuentes de que “nos amábamos pero ya no nos soportábamos más” (página 55). Porque con la desintegración del amor sobreviene  de inmediato la desintegración personal y el rechazo de la persona cuyo primer beso fue como un elixir cuyos efectos hubiéramos deseado prolongar para siempre.
   Mas la ruptura de la pareja, que venía de atrás, solamente se prolonga en Tokio en la habitación del hotel en el que se hospedan, en sus calles húmedas y heladas, en las salas del museo donde Marie monta su exposición. Un verdadero seísmo sentimental que coincide con los frecuentes temblores del suelo que sacuden la ciudad. Y hacen el amor por última vez en el desagarro del amor que se lleva la vida. Hacen el amor de una forma violenta, frenética, onanista, alejados de cualquier caricia inútil, de cualquier sentimiento. Como seres desconocidos. Por eso -y es uno de las grandes virtudes de la novela- Toussaint sabe transmitir en este libro una gran desazón, la gelidez  de la ruptura de un amor que se quiebra definitivamente y que, sin embargo, convive con el latente e irresoluto deseo carnal.
   Otra pieza narrativa de un gran escritor que sabe reflejar, a la vez con fuerza y habilidad, el caudal de emociones que nacen y florecen -mustias y melancólicas flores negras- en la alegría y en la tristeza cuando una  pareja que ha compartido muchos años de su vida, intenta pasar página, alejarse, estirando no obstante el tiempo, entre lágrimas femeninas y un frasco corrosivo de ácido clorhídrico y cuya finalidad descubrirá el lector en el desenlace, siempre en el bolsillo del protagonista narrador.
   Y en esta historia de tragedia sentimental toma parte así mismo el escenario, la ciudad de Tokio. La acertada descripción de un Tokio congelado, nevado, inhóspito, sacudido por terremotos, acertada metáfora de las turbulencias del alma, corre en paralelo con la desazón y el desagarro de una pareja que vive sus últimos instantes y trata de superar su desolación con el último encuentro sexual.
   Jean-Philippe Toussaint es un consumado especialista de los detalles. Su prosa, una joya de alta orfebrería minimalista, se proyecta sobre los pequeños detalles y pormenores, los describe con lo que él llama “energía novelesca” e incide sobre personajes, acciones, lugares e incluso objetos como la vestimenta (“el pantalón desabrochado a la altura de las bragas transparentes, página 18). Y con esa prosa exquisita el escritor logra lo que es fundamental en esta novela: el reflejo de las más insignificantes sensaciones, la inmersión  en la vida interior de sus personajes, el lúcido y penetrante retrato del decorado hasta hacer de él poco menos que un personaje.
   En definitiva, una pequeña gran novela, vertida al español con una prosa igualmente refinada y llena de bríos y que ennoblece a una editorial independiente de reciente creación, que echa a andar con cuatro propuestas literarias de gran calidad y hermosamente editadas. Es la “zona cálida” que busca Siberia.

Francisco Martínez Bouzas


 
Jean-Philippe Toussaint

Fragmentos

“El mismo día que Marie me propuso acompañarla a Japón, comprendí que estaba dispuesta a quemar nuestras últimas reservas amorosas en aquel periplo. ¿No hubiera sido más sencillo, si de separarnos se trataba, haber aprovechado ese viaje previsto con tanto anticipo para tomar un poco de distancia el uno del otro? ¿Era una buena idea viajar juntos, si era para romper? En cierto modo, sí, ya que aunque la proximidad nos desgarraba, el alejamiento nos hubiera acercado. En efecto: emocionalmente éramos tan frágiles y nos encontrábamos tan desorientados que la ausencia del otro era, sin lugar a dudas, lo único que aún podía acercarnos, mientras que nuestra presencia sólo podía, por el contrario, acelerar el desagarro, sellar la ruptura. Si era ella consciente de aquello al invitarme  a Tokio y si me había invitado adrede para que lo dejáramos, es algo que ignoro, no creo.”

…..

“Era tarde, puede que pasadas las tres de la mañana, y hacíamos el amor, hacíamos el amor lentamente en la oscuridad de la habitación, atravesada aún por largas estelas de luz roja y sombras negras que dejaban sobre las paredes el rostro de su paso. La cara de Marie, inclinada en la penumbra, con los cabellos desordenados en el tumulto de las sábanas deshechas, de los albornoces y los vestidos enmarañados a nuestro alrededor, permanecía como retirada de nuestro abrazo, abandonada en la esquina de un cojín, con los labios apretados, sin renunciar en ningún momento a  esa terrible expresión de angustia grave y muda que yo conocía. Desnuda entre mis brazos, cálida y frágil en la cama de aquella habitación de hotel por cuyo techo pasaban fugaces filamentos de luces de neón rojas, yo la oía gemir en la oscuridad cada vez que entraba en ella, pero apenas sentía sus manos sobre mi cuerpo, ni sus brazos alrededor de mi espalda. No, era como si ella evitara con sumo cuidado todo contacto innecesario con mi piel, toda caricia inútil, toda unión entre nosotros que no fuera puramente sexual. Tan sólo su sexo parecía tomar parte en todo aquello, su sexo caliente  y ávido, que yo había penetrado y que se movía de manera casi autónoma, áspera y furiosa, mientras ella apretaba sus piernas para encerrar mi verga dentro de la presa de sus muslos y se frotaba violentamente contra mi pubis persiguiendo un placer que yo la veía dispuesta a conquistar. Tenía la sensación de que utilizaba mi cuerpo para masturbarse contra él, que restregaba su angustia contra mí para perderse en la búsqueda de un goce deletéreo, incandescente y solitario, doloroso como una quemadura interminable y trágico como el fuego de la ruptura que estábamos consumando…”

…..

“Y a pesar de mi inmenso cansancio esperaba que no amaneciera en Tokio ese día, que no amaneciera nunca más y que el tiempo se detuviera en ese momento, en aquel restaurante de Shinjuku donde nos sentíamos tan bien, cálidamente envueltos en la ilusoria protección de la noche, porque sabía que la llegada del día traería consigo la prueba de que el tiempo pasaba, irremediable y destructor, y que había pasado sobre nuestro amor. Pronto iba a amanecer, y, cuando me disponía a salir a la calle, me di cuenta de que estaba nevando: imperceptibles copos de nieve pasaban lateralmente ante el cristal y desaparecían en la noche, arrastrados por el viento. (…) Yo miraba la nieve caer silenciosa en la calle, posarse ligera e impalpable sobre los neones y los farolillos de papel, sobre el techo de los automóviles y los aislantes de cristal que sujetaban los cables de los postes telegráficos. Y aquella nieve me pareció una imagen del paso del tiempo -al atravesar la claridad de una farola, los copos giraban enloquecidos un instante en la luz, como una nube de azúcar glasé disipada por un soplo invisible y divino-, y en la inmensa impotencia que sentía por no poder evitar que el tiempo siguiera su curso, tuve el presentimiento de que con el final de la noche terminaría también nuestro amor.”

(Jean-Philippe Toussaint, Hacer el amor, páginas 16, 21-22, 46-47)

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